Historia del Shavuot
Asociación Israelita de Venezuela

Historia del Shavuot

Los hijos de Israel eran guiados durante su viaje en el desierto, por el “Amud heanán” — la Columna de Nubes. Esta, según sus movimientos, les indicaba si debían marchar o acampar.

De pronto, comenzó a revolotear sobre ellos y luego quedó quieta. Los hijos de Israel miraron hacia arriba y comprendieron que habían recibido la señal para detenerse y ‘armar’ el campamento. Habían llegado al Monte Sinaí, el que en el futuro tanto significaría para ellos.

De inmediato comenzó a desplegarse una febril actividad que abarcaba a todos, tanto jóvenes como ancianos. Rápidamente se ocuparon en preparar las carpas y habituarse al nuevo lugar.

Una impresionante emoción embargaba sus corazones. Sabían que estaban prontos a enfrentar el momento más grande de sus vidas, y todo su empeño estaba dirigido a que cada día que transcurriera los acercara más a ese instante.

Sí, pues el tiempo puede ser medido no sólo por el calendario, sino también por lo que ponemos y logramos en los días y semanas que pasan.

Hacía solo seis semanas que habían abandonado Egipto, y sin embargo, cuán diferentes parecían todos ahora.

Habían desaparecido las líneas de ansiedad que antes surcaran sus frentes; ya no se veía aquel enfermizo color que la vida de esclavitud en Egipto había llevado a sus rostros; también había desaparecido esa usual expresión desesperada y de profunda miseria, que había opacado sus miradas.

En cambio, una nueva luz brillaba en sus ojos — la de la esperanza, de expectación, de ansiedad. El “Maná” los había alimentado tan bien, que sus antes flacas caras se presentaban nuevamente llenas y lozanas.

Física y mentalmente, los hijos de Israel habían mejorado increíble- mente en el corto espacio de seis semanas.

Ahora, aquí estaban, atareados todos en ordenar sus tiendas recién armadas. Los pequeños, en un intento de ser serviciales, eran más un estorbo que una efectiva ayuda, impacientando a sus mayores:

—Niños, ¿por qué no lleváis el ganado a pastar? —les decían sus mayores, para quitárselos de encima.

— ¿Cómo podemos? ¿Acaso pueden pastar nuestros rebaños en las arenas calientes del desierto? —protestaron ellos.

—Llevad el ganado hasta el pie del Monte Sinaí. Mirad qué hermoso y verde crece allí el pasto. Mas, pase lo que pase, aseguraos de no poner pie sobre esa sagrada montaña, pues Di-s Todopoderoso mismo caminará por sus laderas cuando El nos obsequie con Su sagrada Torá, el próximo día de Shabat. Sed cuidadosos y no lo olvidéis!

—Mamá, ¿qué es esa ‘Torá’ de la que tanto me hablas? —preguntó una delgada vocecita.

—Bueno, mi niño. La Torá es… es… es… no sabré exactamente lo que es hasta que la recibamos. Pero eso sí, niños, puedo aseguraros que la Torá es el regalo más precioso y magnífico que nos haya dado Di-s jamás. Ahora, no me molestéis más. Vamos, vamos ¿no veis que estoy ocupada?

El sol brillaba con todo su esplendor y una maravillosa atmósfera de paz habíase extendido en derredor, mientras los niños estaban felizmente recostados sobre la arena blanda.

Estaban a la sombra de este magnífico Monte Sinaí, acerca del cual habían escuchado historias tan emocionantes, y todos hablaban al mismo tiempo.

Habían cumplido con el deber de cuidar del ganado, que todavía continuaba mordiendo tranquilamente el abundante pasto verde a sus pies.

Los niños se sintieron libres para dedicar un rato al ocio y la conversación.

— ¿Dónde están esas galletas de “Maná”? —preguntó uno de los pequeños, sintiéndose hambriento repentinamente.

—Aquí tienes —replicó otro, extrayendo una enorme bolsa llena de galletas.

—Tienen buen aspecto, gracias —dijo un tercero, mientras las galletas eran repartidas.

Por unos momentos masticaron en silencio, y entonces uno de ellos dijo lenta y pensativamente:

—Nunca tuvimos galletas tan ricas en Egipto. ¡Se hace difícil creer que solo hace seis semanas que dejamos ese odioso lugar!

— ¡Esos brutos nos daban golpes, en vez de galletas! —dijo otro.

—Mataron a mi pobre hermano, mezclándolo con el cemento en la pared de un edificio, esos monstruos infames —exclamó un tercero, con lágrimas en los ojos al revivir el recuerdo.

—No pienses ya en eso. Todos esos malvados egipcios han pagado ya por su crueldad con sus propias vidas —lo consoló otro— ¿Se acuerdan cómo nos imploraron por un vaso de agua?

— ¿Y las demás pestes? Esos sapos… ¡Ahj! Esos egipcios se deben haber sentido como sapos también!

Todos los niños irrumpieron en sonoras carcajadas mientras uno de ellos brincaba sobre sus manos y comenzaba a dar saltos como un sapo.

—No era divertido ver cómo, siempre que un egipcio ponía la mano en su bolsillo, había allí un pegajoso sapo? Se ponía sus sandalias… y su pie encontraba un horrible sapo. Quería comer su cena… pero un sapo saltaba dentro de la olla. ¡Suficiente como para volverse loco! Sapos en su ropa, sapos en la comida, sapos hasta en su cama. Por todas partes, esos sapos pegajosos y saltarines.

—Esas pestes deben haber enseñado una buena lección a los egipcios.

—Olvidemos a esos horribles egipcios y hablemos de otra cosa. Y ahora que mencionaron ‘lección’, recuerdo que mi padre me estaba explicando que la Torá que nos será dada en este Monte Sinaí significa ‘Enseñanza’; también quiere decir ‘mostrar’.

—Mi madre le cantó una hermosa y nueva canción de cuna a mi hermanito, el otro día —dijo uno de los niños—. Es así:

Duérmete Israel, tus lindos ojos debes cerrar

Sabio, muy sabio has de crecer. Debes aprender, además de jugar.

Algunos gustan de los placeres mundanos, y no saben dónde hallarlos mas nosotros sabemos que de nuestros tesoros, La Torá es el más valioso…

El muchacho dejó de cantar.

— ¡Vamos, vamos, continúa que es muy buena! —lo apremiaron los demás.

—Lo siento… Me he olvidado el resto —dijo el muchacho, con expresión preocupada

—Con una memoria así, ¿cómo esperas poder recordar la Torá? —se burlaron los otros niños.

—Me pregunto si Di-s mismo nos dará la Torá —murmuró uno.

— ¡Claro! ¿No has visto cómo El dividió el Mar Rojo en doce pasajes para que todos pudiéramos llegar a tierra firme?

— ¿Quizás Di-s también divida el Monte Sinaí? —preguntó otro.

— ¿Para qué se hacen tantas preguntas? Si Di-s quiere, dividirá la montaña, y si no quiere no lo hará. ¡Y eso es todo!

Un muchacho proveniente del campamento se acercó corriendo hacia el grupo, dando voces.

— ¡Hola muchachos! ¡Adivinen lo que escuché! Dicen que al día siguiente de haber recibido la Torá, el Shabat próximo, todos nosotros debemos ir al “Jeder” —la escuela hebrea tradicional— para estudiarla! ¿Qué les parece? ¡Creo que tendremos muchísimo para aprender, por todos los años que hemos perdido!

—Y quién nos va a enseñar? —preguntó un muchacho.

—Los Levitas serán nuestros maestros.

— ¡Viva! —gritaron todos al unísono.

—Pero, ¿quién enseñará a los Levitas? —preguntó inteligentemente otro niño.

—Los setenta Ancianos —contestó el recién llegado.

— ¿Y quién enseñará a los Ancianos?

— Aharón el Sacerdote.

— ¿Y quién le enseñará a él?

— Moisés, nuestro líder.

— ¿Y quién enseñará a Moisés?

— ¡Di-s Todopoderoso enseñará a nuestro líder Moisés!

— Pues entonces, muchachos, de nosotros depende que la enseñanza de la Torá no se pierda. ¿La estudiaremos y cumpliremos sus preceptos?

Todos los niños se incorporaron, miraron hacia el Monte Sinaí con respeto y reverencia, y gritaron con firmeza:

— ¡Guardaremos la Torá y sabremos apreciarla!

Un Regalo para Todos

Las buenas nuevas de que Di-s se aprestaba a entregar la Torá a los hijos de Israel, circularon por todo el campamento.

Moisés había advertido a su pueblo que se preparase para el gran evento — la Revelación de Di-s en el Monte Sinaí. Pues en esos días debían mantenerse puros y santos, y entonces recibirían el regalo Divino.

Moisés, deseoso de ver cómo se preparaban sus hermanos para recibir la Torá, resolvió hacer una gira por el campamento. Pasó por las tiendas de los Tzadikím (justos) y vio que estaban alegres, festejando.

— ¿A qué se debe tanto júbilo? —preguntó Moisés.

— ¿Cómo es posible que tú, de entre todos los hombres, querido Maestro, lo preguntéis? — exclamaron los Justos— ¿Podríamos, acaso, recibir mayor regalo de Di-s? ¿Cómo podríamos adorar a Di-s sin él? ¿Y cómo podríamos vivir y ser verdaderamente felices sin la Torá? ¡No es de extrañar, pues, que estemos contentos!

—Bien dicho —dijo Moisés, aprobando sus palabras. —Vosotros, mis justos y piadosos hermanos, estáis en lo cierto al regocijaros con la Torá.

Moisés continuó su camino, y se detuvo cerca de las tiendas de los Letrados. Ellos también estaban festejando, felices.

—Qué causa esta alegría? —preguntó Moisés a los Letrados.

— ¡Nos alegramos con la Torá, naturalmente! —fue la respuesta.

— ¿Y qué os hace sentir tan felices con ella?

— No hay placer más grande que el estudio de la Torá y nosotros lo disfrutaremos. ¡La Torá es maravillosa! Cada vez que se la estudia, se descubre algo nuevo. Uno lee y cree comprender su significado, mas, al volver a leer, se da cuenta de que aún no ha llegado al fondo; por un momento se piensa que es muy extraño, pero luego al concentrar todas las facultades mentales sobre el asunto, se ve nuevamente la luz. Oh, es maravilloso, ilimitado…!

—Tenéis razón, honorables Letrados —dijo Moisés, moviendo afirmativamente la cabeza y sonriendo feliz.

Moisés prosiguió su gira hasta llegar a las tiendas de los Mercaderes y Artesanos. Estaban sentados hablando de cosas triviales, sin demostrar ninguna alegría por el hecho que se avecinaba.

— ¿No estáis contentos de recibir la Torá? —preguntó Moisés, con aire de reproche.

— ¿Qué parte tenemos nosotros en la Torá? —replicaron ellos—. Estamos ocupados todo el día y no tenemos tiempo para estudiarla, ni la podemos comprender, de manera que ¿por qué habríamos de regocijarnos?

—Pero es que sí tenéis una parte en la sagrada Torá —dijo Moisés— De vosotros dependerá el apoyo económico que se dé a las Ieshivot y Talmud Torá donde la Torá será estudiada. Vuestras contribuciones a las instituciones dedicadas a la Torá y el apoyo que deis a sus estudiosos, les permitirá proseguir el estudio de ésta, y se considerará como si tomareis parte en sus estudios. Además, antes de comenzar el trabajo diario, y luego de finalizar la ocupación del día, por la mañana y al anochecer, vais a estudiar la Torá, asistiréis a los Servicios diarios de la Escuela en Shabat y Iom Tov, y seguiréis las enseñanzas y los preceptos de la sagrada Torá, tal como los otros. Oh, sí, amigos míos, vosotros también tenéis una parte en la Torá; y muy importante —concluyó Moisés.

Los rostros de los mercaderes y Artesanos se encendieron, y también ellos comenzaron a ocuparse de los preparativos generales.

Moisés prosiguió su camino, y vio que las mujeres estaban sentadas, charlando, sin preocuparse por los preparativos para el Festival de la Entrega de la Torá.

—Vosotras, mujeres ociosas —les reprochó Moisés— ¿por qué no estáis ocupadas en preparar manjares para honrar al Festival de la Entrega de Nuestra Torá?

—Pero ¿qué tenemos que ver nosotras con la Torá, venerado Maestro?

—replicaron ellas.

— ¿No fuisteis vosotras las primeras en ser enteradas sobre la entrega de la Torá? —dijo Moisés—. Vuestra responsabilidad es aún mayor que la de vuestros maridos. Deberéis educar a vuestros hijos para que amen la Torá; los llevaréis al Talmud Torá y a la Ieshivá. También ayudaréis a sostener estas instituciones de la Torá. De vosotras dependerá que vuestro hogar sea realmente un hogar judío, y en la Torá hay preceptos que están reservados exclusivamente a vosotras. Os puedo asegurar que vuestra parte en la sagrada Torá, es sumamente importante.

Inmediatamente las mujeres comenzaron a prepararse para Iom Tov. Fueron a ordeñar las vacas, batir la manteca, preparar la masa, y a hornear, cocinar, freír, y hervir, en honor al Festival de la Entrega de la Torá.

Moisés continuó su inspección recorriendo el campamento de Israel, y no tardó en llegar hasta donde los niños remontaban barriletes, jugaban a la pelota, hacían navegar barquillos de papel, y mil cosas más, pero ninguno mostraba señales de un verdadero espíritu festivo.

— ¿No se avergüenzan de perder el tiempo de esta manera, cuando deberían estar preparándose para recibir la maravillosa Torá? —preguntó Moisés con dulce seriedad.

— ¡Oh, querido Maestro Moisés! —exclamaron los jovencitos— pero nosotros no podemos comprender la Torá. Tendremos que esperar a que seamos grandes. ¿Hay alguna Torá para chicos?

— ¡Claro que la hay! —dijo Moisés—. Vayan al Talmud Torá y a la Ieshivá, y lo verán. Sus maestros les enseñarán muchas cosas hermosas y sabias. ¿Ignoráis acaso que Di-s ama vuestro estudio más aún que el proveniente de los adultos?

Los niños se pusieron de pie entusiasmados.

— ¡Viva! —gritaron—. ¡También nosotros vamos a aprender con la Torá!

En ese momento, un niñito que lloraba —tenía solamente cuatro años— se acercó a Moisés.

—Querido Moisés —dijo el niño, con lágrimas en los ojos—. Yo también quiero tener algo de la Torá. Todo el mundo está tan contento con ella, y yo no puedo siquiera leer o escribir…

Moisés levantó al niño en sus brazos y lo acarició paternalmente.

—No llores, querido niño. Tú también estudiarás la Torá, Cuando aprendas el Alef-Bet —abecedario hebreo— y sepas leer nuestra sagrada lengua: “Kametz Alef – Ah””Kametz Bet – Ba”, y así ¿sabes lo que estará haciendo Di-s entonces? El recogerá todo sonido que brote de tu boquita pura y jugará con ellos como si fueran brillantes gemas. El te amará por ello, y amará también a tus queridos padres, por ti.

Así todos los integrantes del campamento de Israel, jóvenes y ancianos, ricos y pobres, colaboraron en los preparativos para el día santo, cuando Di-s se revelaría en el Monte Sinaí y entregaría Su sagrada Torá.

Y todo el pueblo de Israel dijo con una sola voz: “¡Todo lo que Di-s’ ordene, lo realizaremos!”

Todos Tuvieron una Oportunidad

Se acercaba el día en el que Di-s había decidido otorgar la Torá a Su pueblo elegido —los hijos de Israel— a quien veía ahora limpio de toda la impureza que había llenado su vida en la esclavitud de Egipto.

Di-s quiso ser equitativo y por ello debía ofrecer la Torá también a las otras naciones del mundo (a pesar de que El sabía de antemano que sería rechazada), antes de ofrecerla a los hijos de Israel.

Así pues, primero llegó hasta los Edomitas, descendientes de Esav, hijo de Itzjak y hermano de Iaacov, y les ofreció la Torá con estas acogedoras palabras:

—A vosotros, Edomitas, hijos de Esav, os traigo el regalo de mi Sagrada Torá. Aceptadla y seréis benditos vosotros y vuestros hijos con larga vida.

—Qué está escrito en Tu Torá? —preguntaron los Edomitas.

—Está escrito en Mi Torá: ¡No matarás! (Éxodo 20:13; Deut. 5:17).

— ¡Pero eso es ridículo! —protestaron los Edomitas – Somos soldados, hombres de guerra, que vivimos de la espada. ¿Cómo quieres que aceptemos una Torá que predica contra nuestro modo de vida? No, gracias. Tu Torá no nos sirve.

Llevó entonces Di-s la Torá a los hijos de Ishmael, hijo de Abraham, y la ofreció con estas palabras:

— ¡Hijos de Ishmael! Aceptad la Torá que os traigo en este día, y si guardáis sus mandamientos, seréis benditos con todo lo bueno.

— ¿Qué requiere Tu Torá de nosotros? —preguntaron con cautela los Ishmaelitas

—Mi Torá dice ¡No robarás! —replicó el Todopoderoso (Levítico 19:11).

—Eso no nos serviría —contestaron los hijos de Ishmael – Somos mercaderes, y una ley así sería una interferencia en nuestras transacciones comerciales. Lo lamentamos, pero no tenemos utilidad para Tu Torá.

El próximo pueblo a quien Di-s se dirigió fue el de Tiro y Zidón, ya todos los habitantes de la tierra de Canaan, a quienes dijo:

—Os traigo un precioso regalo — Mi Torá. Tomadla y seréis benditos con muchos días en vuestra tierra.

Los Canaanitas contestaron diciendo:

—Antes dinos qué se lee en Tu Torá.

En Mi Torá está escrito: Tendréis balanzas justas y pesas correctas, y daréis la medida completa (Levítico 19:36) —replicó Di-s.

—No queremos aceptar Tu Torá, que es tan ‘quisquillosa’ sobre tales asuntos. Tu Torá no es para nosotros! —respondieron firmemente los Canaanitas.

De esta manera, cuando Di-s hubo llevado la Torá a todas las demás naciones del mundo, quienes no tuvieron la suficiente comprensión como para estimar su valor, tuvo la certeza de que Su pueblo elegido la apreciaría y aceptaría con presteza.

La Garantía

Mientras los hijos de Israel estaban atareados con los preparativos, Moisés escaló la montaña en busca del Señor. Entonces el Señor le dijo:

—Reúne a todo el pueblo, mas antes dirige tus palabras a las mujeres de Israel, para que escuchen y aprecien Mis enseñanzas. Cuando Mis palabras hayan penetrado en sus corazones, ellas ayudarán a sus esposos en la educación de sus hijos, para que siempre transiten por el camino de la Torá. Entonces, Moisés, cuando hayas terminado de hablar con las mujeres de Israel, te volverás hacia los hombres y les enseñarás todo lo que te He enseñado. No debes omitir nada de todo lo que te He dicho.

Moisés descendió de la montaña y habló a todos los hijos de Israel, tal como le fuera especificado por Di-s.

Cuando Moisés hubo terminado de hablar, todos dijeron al unísono:

— ¡Todo lo que Di-s nos ha ordenado hacer, lo realizaremos con gusto! (Éxodo 19:8).

Entonces Di-s preguntó qué garantía podían ofrecer de que planeaban cumplir Su palabra. Pues a menos que le ofrecieran garantes satisfactorios, El no les entregaría la Torá.

—Nuestros santos Patriarcas, Abraham, Itzjak y Iaacov serán nuestros garantes —replicó el pueblo.

— ¡No! —contestó el Todopoderoso— debéis darme otros garantes pues Abraham puso en duda mi palabra, diciendo: “¡Cómo sabré que heredaré la tierra de Canaán?” Itzjak amaba a Esav, quien Me odiaba; y Iaacov, cuando estuvo en aprietos dijo: “Mi camino está oculto del Señor”. Por eso debo pedir mejores garantes que ellos.

Los hijos de Israel consideraron el problema por un momento, y luego dijeron:

—Aceptarás a nuestros hijos, los que nos nacerán, como garantes, para asegurarte de que tenemos la intención de cumplir Tu Torá?

—Vuestros hijos son en verdad la mejor garantía que podéis ofrecer, y los acepto como vuestra prenda de confianza.

—Prometemos fielmente estudiar la Torá y enseñar la Torá a nuestros hijos, para que ellos a su vez, enseñen a sus hijos, y así sea por siempre.

Vuestras palabras Me agradan mucho —contestó el Señor— ahora vigilaré vuestras acciones.

Una Disputa con los Ángeles (según el Talmud)

Una grande y espesa nube cubría el Monte Sinaí.

A] ascender por la montaña para recibir la Torá de Di-s, Moisés pensó “¿Cómo pasaré la nube?”. Pero de súbito la nube se abrió y llevó a Moisés hasta el cielo. Cuando Moisés se acercó a los portones del Cielo, los ángeles que guardaban el acceso al Divino reino le preguntaron.

— ¡Moisés! ¿no tienes miedo de entrar en el Cielo? ¿No te asustan los ángeles y su sagrado fuego?

Moisés prosiguió, y pronto los ángeles se acercaron, rodeándolo con fuego, el cual amenazaba devorarlo Pero Moisés pronunció el Nombre de Di-s, y los ángeles huyeron de él.

Todavía transportado por la nube, Moisés vio un espectáculo aterrador. Hadarni-el*, el ángel cuya palabra disparaba doce mil dardos de centellas al aire, apareció ante él.

Moisés quedó mudo de temor.

Casi no podía articular palabra. Entonces Di-s le dijo:

—Me has llamado antes, intrépidamente y sin temor alguno ¿por qué tiemblas ahora ante un ángel que sólo es uno de Mis servidores?

El valor retornó a Moisés, y nuevamente llamó a Di-s. Apenas había dicho una palabra cuando Hadarni-el se le acercó y le dijo:

— ¡Bendito hijo de Amram! yo te guiaré a través de nuestro reino.

Hicieron un poco de camino juntos, y luego se volvió y dijo a Moisés:

—No puedo proseguir contigo. Debo volverme, no sea que me con- suma la gran llama del ángel Sandalfor.

Cuando Moisés escuchó estas palabras, su corazón vaciló y se volvió hacia Di-s con lágrimas en los ojos:

—Sálvame, oh Di-s!

Entonces Moisés fue testigo de lo que ningún humano vio antes. Sobre un enorme río de fuego pasó Moisés. Se tapó los ojos con las manos, pues vio una luz que superaba a todas en brillo. Ángeles brillantes, los más brillantes del cielo, estaban de pie, rodeando el Trono Divino. Y sólo porque Di-s había provisto a Moisés de poderes Divinos, pudo éste soportar la visión de estas maravillas.

—Qué? ¿Dejaremos que Moisés nos quite la Torá? —los ángeles en el Cielo se preguntaban entre sí, cuando se enteraron de que aquél había venido a llevársela.

— ¡Moisés! —dijo Di-s—. Los ángeles quieren la Torá para sí. Háblales, y demuéstrales por qué la Torá te debe ser entregada.

—Temo que me consuman con sus fuegos sagrados.

—No temas. Tómate de Mi Trono y Yo te protegeré.

Así hizo Moisés y volviéndose hacia los ángeles, replicó.

—Así está escrito en la Torá de Di-s: “Yo soy Di-s, tu Di-s, Quien te ha liberado de Egipto”. “No tendréis otros dioses”. “Recordad el Shabat”. “No robaréis”. “No mataréis”. Decidme, ¿estuvisteis vosotros presos en Egipto? ¿Es acaso posible que vosotros, quienes contempláis de a diario la gloria de Di-s, erréis con culto pagano, prosternándoos ante ídolos de madera y piedra? ¿Sentís, acaso, alguna vez, la tentación de hurtar el uno del otro o causarle algún daño? ¡No! ¡La Torá no es para vosotros! ¡Nos pertenece a nosotros, los seres humanos!

Cuando Moisés culminó sus palabras, los ángeles contemplaron la justicia y sabiduría que éstas encerraban.

— ¡Hágase la voluntad de Di-s! —replicaron.

Súbitamente, Moisés oyó maravillosos tañidos musicales que retumbaban en sus oídos, una música celestial, pues los ángeles habían prorrumpido en un estridente himno de alabanzas al Todopoderoso.

El Día de Días

Eran días solemnes para el pueblo judío acampado en el desierto de Sinaí.

Caminando entre las tiendas, no podía verse a nadie ocioso. El campamento estaba en plena ebullición, cada cual atareado con sus quehaceres. Uno lavando sus vestimentas, el otro barriendo la zona aledaña a su carpa, cada cual preparándose para el magnánimo evento.

No se podía oír ninguna charla ni risas ociosas.

Jóvenes y ancianos por igual estaban preocupados por el grandioso suceso que estaba por llevarse a cabo.

¡Día de días! ¡El sol nunca se había levantado tan gloriosamente! Nunca el cielo había sido tan azulado, el aire tan refrescante. Una sagrada luminosidad había impregnado a todo el universo, en tanto Moisés conducía a su pueblo fuera del campamento, donde el Creador había elevado al Monte Sinaí cuyo pico se perdía en los cielos.

Mientras el pueblo permaneció a cierta respetuosa distancia, Moisés, con paso decidido, ascendió al Monte hasta que también él estuvo rodeado de nubes, perdiéndose de la vista.

Entonces dijo Di-s a Moisés:

—Ahora he de entregar la Torá a Israel. Las maravillas del cielo serán reveladas a Mi pueblo elegido. Más puesto que tú estás conmigo en el monte ¿cómo habrán de saber que soy Yo, y no tú, quien les habla? Ve, pues, y únete al pueblo.

En ese instante, ni bien Moisés se dio vuelta para descender hacia el pueblo de Israel, los cielos se abrieron, y los misterios celestiales fueron revelados al boquiabierto pueblo de Israel en un inolvidable y temerosamente inspirador instante.

Moisés llevó las palabras de Di-s al pueblo:

—No soy como los reyes terrenales, los gobernantes y príncipes de las naciones. No necesito sirvientes que me abran el camino, ni edecanes que extiendan rojos tapices a Mis pies. No necesito velas para iluminar Mi palacio, ni tapices para colgar en Mis paredes.

He extendido los azules cielos encima Mío, y todo el extenso universo es Mi palacio, iluminado por Mi propia y brillante luz. El verde pasto y las fragantes flores son Mi alfombra real, y el soles solo una de Mis antorchas. El mundo es mío, y Yo soy el Rey.

Por eso, ahora, si acudís a Mi voz, y obedecéis Mis mandamientos, os transformaré en un reino de sacerdotes y una nación santa — súbditos merecedores del Rey de Reyes.

E Israel sabía cuán verdaderas eran las palabras de Di-s.

Nunca respiró sobre esta tierra un rey que pudiera compararse con El, pues Di-s es Todopoderoso. Su sabiduría sin límites y Su piedad sin fin.

Cuando concluyó la lectura de los mandamientos, su pueblo replicó como un solo hombre ‘Lo haremos y obedeceremos’.

En ese momento, seiscientos mil ángeles descendieron del cielo, cada uno para dirigirse a un judío:

Has hecho una sabia elección, Di-s se alegra de que estés preparado a obedecer cada mandamiento Suyo, el más pequeño como el mayor. Y porque has elegido este camino, mira los hermosos regalos que te traemos.

Entonces, los ángeles dieron a cada judío dos hermosas coronas de gloria. Una por prometer “hacer”, y la otra por prometer “obedecer” las palabras de Di-s.

El amanecer del sexto día encontró a todos los judíos reunidos alrededor del Sinaí, plenos de emoción y a la expectativa.

Un gran silencio descendió sobre la tierra.

Todo movimiento cesó, y cada cosa quedo quieta.

Ningún pájaro cantó, ningún buey mugió en el campo.

Las aguas de los mares permanecieron inmóviles, y ni una ola subió o bajó. Ni las hojas se movían pues el viento no soplaba. El mundo entero aguardaba conteniendo el aliento, en suspenso. Pájaros, bestias, hombres, todos estaban bajo el hechizo del gran evento que se avecinaba.

Y entonces, en medio de este silencio completo, las palabras de Di-s explotaron como un trueno, “Yo soy el Señor, vuestro Di-s… “.

¡Cómo agitaron estas palabras al mundo hasta sus mismos cimientos! Llenaron por completo el universo y resonaron a través de la tierra. El bebé más pequeño y la cabeza más gris, temblaron por igual ante tanta gloria y santidad. Las montañas temblaron, y el mar rugió. Relámpagos iluminaron los cielos, y se oyó el furor del trueno, Y las palabras, una vez que Di-s las hubo pronunciado, se transformaron en llamas, que flotaron en el espacio.

Solo después de que cada judío hubo aceptado los mandamientos, los inscribió Di-s sobre las Tablas.

La llama proveniente de las palabras de Di-s creció en luminosidad cegando a Israel con su brillo y llenando sus corazones de temor.

Cuando la Torá miró hacia abajo y vio a Israel casi muerto de terror, se volvió hacia Di-s y dijo:

—De qué servirá que se me dé a unos cuerpos sin vida? ¡Yo debo ser fuente de vida para ellos, no la causa de su muerte! Revívelos, oh Di-s, para que puedan gozar con Tu gran presente!

Entonces un dulce rocío cayó sobre Israel, reviviéndolos y dándoles coraje y fuerzas para oír el resto de las palabras de Di-s.

Mientras Israel estaba parado reverente ante el Monte Sinaí, los ángeles descendieron desde los cielos, trayendo los mandamientos de Di-s.

De igual manera, como uno que presenta con cariño joyas preciosas, así los ángeles entregaron los mandamientos a Israel, mostrándole la belleza de cada ley, la recompensa por obedecerla, y el castigo por su infracción.

El Mundo se Inquieta

El pueblo de Israel no estaba solo en su miedo ante el temblor que agitó al mundo y las llamas que flotaban en el espacio.

Los gobernantes y reyes de todas las naciones fueron presa del pánico y se apresuraron a preguntar a Bilám la causa del extraño fenómeno.

—LEs que Di-s se dispone a destruir el mundo con un nuevo diluvio?

—No —replicó Bilám— Ya ha prometido que nunca más ha de causar otro diluvio sobre la tierra.

Esta respuesta no aquietó sus temores.

— ¿Entonces, quizás piense destruir el mundo con fuego esta vez?

—No —replicó Bilám— Está entregando Su Torá a Israel. Contentos con esta respuesta, los príncipes de las naciones regresaron a sus palacios.

Di-s es Justo

Moisés era muy sabio.

Y no era de extrañar.

Di-s mismo le había enseñado toda clase de ciencias y sabidurías.

Además había abierto sus ojos para permitirle ver todo lo que sucedería en futuras generaciones. Moisés pudo ver a todos los reyes, jueces y líderes de Israel que le sucederían, a través de las edades.

¡Qué magnífica visión! Como por una pantalla, la gente buena y justa desfilaba ante sus ojos; pero también vio hombres malvados y crueles.

Vio las sonrisas de la gente feliz, y las lágrimas de los pobres y los infelices. A Moisés le pareció que, por extraño que fuere, las personas buenas, nobles y justas, eran en su mayoría pobres, mientras que los ricos y poderosos eran generalmente malvados.

— ¡Oh, bueno y justo Di-s, Juez Supremo del mundo! —exclamó Moisés— ¿Cómo puedes soportar tanto mal y tanta injusticia? ¿Por qué prosperan los malvados mientras sufren los justos? Te imploro, Oh Di-s, ayúdame a comprenderlo, a entender Tus actos, Tus leyes de justicia, para que pueda alabar Tu sabiduría y piedad y enseñarlas a todos.

—He escuchado tus oraciones, mi siervo Moisés —contestóle el Creador— Te mostraré Mi justicia. Será, sin embargo, una breve mirada, pues ningún ojo humano puede verlo todo. Ahora abre tus ojos y contempla lo que te muestro.

Moisés abrió los ojos y vio.

Vio un arroyo que corría pacíficamente colinas abajo.

Sus aguas, puras como el cristal, brillaban al sol.

De pronto apareció un caballero montado en su magnífico corcel. El jinete se detuvo ante el arroyo, desmontó y llevó a su caballo hasta el agua. Observó mientras su caballo bebía, y luego se arrodilló y también él bebió del agua clara y fresca.

Mientras estaba agachado, su bolsa con el dinero se deslizó de su bolsillo) mas el caballero no se percató de ello.

Habiendo bebido, jinete y caballo se alejaron tan rápidamente como habían llegado.

Poco después, un joven pastor apareció sobre la colina, dirigiendo sus ovejas hacia el agua.

Habiendo dado de beber al rebaño, se aprestaba a dejar el lugar, cuando avistó la bolsa.

— ¡Viva! — gritó, al levantarla y comprobar que estaba repleta de monedas de oro y plata— ¡Que suerte! —exclamó nuevamente. Se acabaron mis sufrimientos. Basta de malos tratos y azotes. Dejaré a mi amo inmediatamente y regresaré al lado de mi querida madre. Compraremos un campo y una casa y viviremos felices para siempre.

La alegría del muchacho era incontenible, mientras guiaba el rebaño de vuelta al hogar, con más vigor que nunca.

El polvo ya se disipaba sobre la orilla del arroyo cuando un anciano llegó bajando trabajosamente la colina. Tenía aspecto cansado y se apoyaba pesadamente sobre su bastón.

Cuando finalmente llegó a orillas del arroyo, se acomodó sobre la arena, extrajo unos trozos de pan viejo que procedió a mojar en el agua y comió. Luego puso su atado debajo de su cabeza y pronto estuvo profundamente dormido.

Entretanto, el caballero había descubierto su pérdida.

Sabía que debió perder el dinero cuando se agachó a beber en el arroyo, de manera que dio media vuelta y emprendió a rápido galope el retorno hacia el lugar.

— ¡Eh, tú! ¡Despierta, mendigo! —le gritó al viejo que dormía, mientras lo zarandeaba con ambas manos.

El viejo mendigo se despertó, sobresaltado

— ¿Qué queréis?

— ¡Sabes muy bien qué es lo que quiero! ¡Vamos, devuélveme mi bolsa, ahora mismo!

—Debéis estar fuera de vuestro sano juicio, hombre —replicó el mendigo— ¿Por qué no me dejáis dormir?

—Escucha, viejo ladrón —rugió el caballero— Se me cayó mi bolsa aquí hace un rato, y tú eres el único que la pudo haber recogido. ¡Es mejor que me la entregues o te mataré!

El pobre mendigo sólo atinó a reírse, mas el furioso caballero sacó su espada y la hundió en el cuerpo del anciano.

A continuación revisó el atado de éste y sus bolsillos, pero en vano, no pudo encontrar ni rastros de su bolsa.

Se encogió de hombros, sorprendido, montó y se alejó a todo galope. Al ver este asesinato a sangre fría, Moisés quedó anonadado.

— Oh, Di-s —exclamó— ¿cómo pudiste dejar que un viejo, inocente indefenso hombre, fuera brutalmente muerto, mientras que el verdadero culpable, el joven pastor, se alejaba con el tesoro?

—No te apresures —llegó la respuesta de Di-s— ¿Ves esa escalera allá? Sube en ella un escalón y observa. Ningún ojo humano vio jamás tanto, pero tú verás cómo se hace justicia, y que todos Mis modos de actuar son justos.

Moisés ascendió por la escalera indicada por Di-s.

Una escena enteramente diferente se abrió ante sus ojos.

Vio un granjero rengo que caminaba con una muleta, y un niño pequeño a su lado, tomado de su mano mientras caminaban.

Vio un salteador emboscado que de pronto se abalanzó sobre el granjero, lo apuñaló, tomó su bolsa y se alejó corriendo… Un jinete que pasaba escuchó los gritos del niño, pero permaneció indiferente… Tranquilamente, recogió la bolsa que el ladrón había dejado caer en su apuro, y se alejó en su caballo…

Nuevamente quedó Moisés horrorizado pero pronto escuchó la palabra de Di-s.

—Escúchame, Moisés, y lograrás comprender que gobierno al mundo con justicia. El mendigo que viste asesinar a orillas del arroyo es el mismo que mató al granjero rengo y le robó su dinero. El jinete que observó indiferente el asesinato, ejecutó él mismo al asesino más tarde, pues era el caballero que perdió la bolsa en el arroyo. Había encontrado la bolsa que el mendigo robó al granjero, pero no la devolvió al niño. De manera que también la perdió. El pastor era el hijo del granjero, y como legítimo heredero, finalmente obtuvo el dinero. ¿Ves, ahora, que aquel que derrama la sangre de un hombre inocente, su sangre será a su vez derramada, y nadie se beneficia con el robo?

Entonces exclamó Moisés: “El Di-s leal, sin iniquidad, justo y equitativo es El” (Deuteronomio 32:4).